Revista Colombiana de Neumología Vol. 37 N° 2| 2025
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TERTULIA MÉDICA
DOI: https://doi.org/10.30789/rcneumologia.v37.n2.2025.1288
El vallenato de 450 páginas:
El día que el amor sonó en
el corazón de un niño que se
convirtió en médico
The 450-page vallenato: The
day love sounded in the heart of
a boy who became a doctor
Imagen generada con Open AI
1
“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo…”
Gabriel García Márquez en Cien años de soledad
“Señores vengo a contarles, hay nuevo
Encanto en la sabana
En adelanto van en sus lugares, ya tienen su diosa coronada…”
Leandro Díaz
Cuando era niño, el acordeón no hacia parte del paisaje musical
de mi casa. Mi padre, un bolerista consumado, prefería las letras de
Manzanero, el desgarro elegante de Javier Solís o el estilo bohemio y
arrabalero del anacobero Daniel Santos y, sin duda alguna, también el
fraseo y la cadencia de Vicentico Valdés. Así que crecí entre suspiros
de boleros, guarachas, mambos y la música guajira antillana, lejos de
las notas vivaces del vallenato. Quiero decirles que el vallenato, en mi
vida, no entró por la puerta como gusto musical espontáneo, sino por la
ventana de un amor adolescente.
Robin Alonso Rada Escobar
1
Hospital Militar Central.
-6043-
6920
Orcid:
https://orcid.org/0000-0001
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TERTULIA MÉDICA|El vallenato de 450 páginas: El día que el amor sonó en el corazón de un niño que se convirtió en médico
Alfaguara; 2005
Estaba viviendo mis años de adolescencia y mi
corazón a punto de estrenarse en las lidies del amor,
cuando la vi por primera vez, corría el año 1986,
con sus trenzas largas, sus ojos claros, su sonrisa
perfecta, y sus cuadernos abrazados al pecho. Ella
sonreía como si el entorno le perteneciera. Y un día,
después de verla pasar, escuché a lo lejos la canción de
Leandro Díaz interpretada por Silvio Brito, “La Diosa
Coronada”; ese día, ella se convirtió en la Diosa con
la que inauguré el corazón en el arte de amar. Desde
entonces, quise aprender sobre vallenatos. No por la
música en sí, sino porque me pareció que, si entendía
esa canción, entendería mi mundo y también, el de ella
y, podría, quizá, solo quizá, conquistar su corazón. Y
fue así como me encontré con el vallenato: no como
género, sino como lenguaje con el que aprendí a
expresar amor.
La tierra donde las historias no se escriben: se
cantan
La primera frase del epígrafe tiene una fuerte
resonancia con el vallenato, porque ambos, la novela
y el género musical, nacen del asombro ante lo
cotidiano, de la necesidad de contar lo vivido cuando
aún no hay palabras sucientes. Así como el vallenato
narra con lirismo y realismo mágico las historias del
pueblo, Cien años de soledad captura ese mismo
espíritu: oralidad, memoria colectiva, y un mundo
que se construye a través del relato.
La segunda frase del epígrafe podíamos dividirla
en tres partes para analizar su semejanza con la obra
Garcíamarquiana:
El “señores vengo a contarles” remite
directamente a la tradición oral del Caribe
colombiano, la misma que inspira a García
Márquez. Es el tono del juglar vallenato, que
informa y encanta a través de la palabra cantada,
como el narrador omnisciente de Cien años de
soledad que relata las gestas de los Buendía como
si fueran leyendas locales.
“Nuevo encanto en la sábana”: la expresión
puede leerse como una metáfora del surgimiento
de lo maravilloso en medio de lo cotidiano, uno
de los ejes centrales del realismo mágico.
“Ya tiene su diosa coronada”: esta línea
resuena profundamente con el simbolismo de
los personajes femeninos en la obra. Mujeres
como Remedios la Bella o Úrsula Iguarán son
casi míticas: encarnan belleza, poder espiritual
y sabiduría ancestral. La “Diosa coronada”
alude a ese mismo tipo de gura legendaria: una
mujer elevada a la categoría de mito, venerada y
anunciada con solemnidad popular.
El vallenato nació en los caminos. En las
polvorientas trochas del valle del Cacique Upar, en
la Guajira fértil del sur o en la desértica del norte; sí,
allí nació en ese rincón del mundo donde los juglares
viajaban con sus acordeones, sus versos y sus noticias.
Porque antes de ser música comercial, el vallenato era
una forma de contar lo que pasaba. Una crónica oral.
Una memoria cantada. En esas historias, con aire
campesino, cantan el amor, la venganza, la alegría,
el desarraigo. Los sueños advertían, el tiempo no era
lineal. A veces parecía que todo lo real era un poco
mágico. O al revés. ¿Les suena eso conocido?
Cuando Gabriel García Márquez encontró el
acordeón
Gabriel García Márquez, hijo del Magdalena,
creció rodeado de esa atmósfera mágica de palabras
cantadas. Los juglares que llegaban al pueblo no
eran simples músicos: eran cronistas, profetas,
poetas errantes. Y sus historias, muchas veces
fantásticas, fueron las primeras grandes novelas que
Gabo escuchó y, con este aluvión de conocimiento
guardado, se convertiría años más tarde en el primer
Nobel colombiano.
El vallenato es más que una música, es una forma
de contar lo que somos. En las ardientes y polvorientas
calles del Caribe colombiano, con el calor pegado a
la piel y el alma cruzada por mil culturas, el vallenato
nació como el periódico oral de los pueblos; era
utilizado para llevar noticias y “razones” de pueblo
en pueblo. Lo inventaron los que creaban y andaban
caminos, los juglares, cargando un acordeón y una
historia que contar. Luego de historia en historia, de
canto en canto, se fue moldeando ese espejo que hoy
reeja la esencia del crisol que es el Caribe: mestizo,
nostálgico, alegre y dolido al mismo tiempo.
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Robin Alonso Rada Escobar
Gabo canta vallenatos para oírlos con los ojos del
alma
La oralidad, la matriz narrativa del vallenato, es
sin duda tan cautivadora como arrolladoramente
mágica. Por esa inuencia Gabo escribía como quien
cuenta. Como quien canta. Con cadencia, con ritmo,
con esa musicalidad que no se enseña en los talleres
literarios, pero que se escucha en los patios cuando
cae la tarde. Y en esas tardes calurosas de Aracataca
en el patio de la casa de sus abuelos maternos nació
el realismo mágico, ese invento que no es invento,
también tiene raíz vallenata. Porque en los cantos
de Leandro Díaz, Escalona, Abel Antonio Villa
o Emiliano Zuleta, la realidad se confunde con la
fantasía. Las lágrimas hacen crecer el rio Guatapurí.
Los sueños se cumplen. Las casas se construyen en el
aire. El tiempo se enreda. En Macondo, como en una
canción de Alejo Durán, lo imposible es cotidiano.
García Márquez, creció oyendo relatos de su
abuela y de una india guajira que vivía con ellos. Las
tías contaban los partos como milagros, los entierros
como novelas, y los vecinos llegaban con cuentos
que empezaban con “usted no me lo va a creer,
pero…”. Era inevitable que terminara escribiendo
con ese tono de quien está hablando, de quien canta
sin cantar. En Macondo —ese universo literario que
se parece tanto a los pueblos del Magdalena— hay
acordeones invisibles que acompañan las frases, hay
frases que parecen versos, y hay versos que se sienten
como dagas en el corazón.
Gabo no escribió una novela: compuso un
vallenato. Largo, sí. Pero el. Un vallenato de 450
páginas que se puede cantar con la memoria y
no exageraba. Su novela y el vallenato nacen del
mismo sentimiento y se nutren de la misma fuente;
un vallenato que no se olvida. Por eso, cuando leo
una obra de nuestro Nobel o cuando escucho un
buen vallenato —de esos que todavía narran y no
solo repiten— siento que estoy volviendo al mismo
lugar. A esa adolescencia donde una canción me hizo
enamorarme por primera vez. A ese Caribe donde la
historia se canta antes de escribirse.
El vallenato y Cien años de soledad comparten
una misma vocación: la de no dejar que la memoria
se muera. Por eso, en esta obra al igual que en una
canción vallenata hay amor, tragedia, honor, magia,
familia, traición y regreso. Ambos, también, nos
muestran que el Caribe no es solo playa y palmeras,
sino un universo complejo donde se cruzan las
costumbres indígenas, africanas, europeas y por
último las del Oriente próximo, con la llegada de
los árabes que nos inuenciaron con Las mil y una
noches. Donde cada historia tiene un eco antiguo y
cada canción es un testamento.
No es coincidencia que en el vallenato los muertos
hablen, los sueños adviertan, los animales presagien.
Tampoco que en Macondo los niños nazcan con
cola de cerdo y que la peste del insomnio borre la
memoria de todo un pueblo. Todo eso cabe en un
acordeón. Todo eso cabe en un libro.
Hoy, cada vez que escucho un buen vallenato
siento que regreso a esa primera adolescencia. Pero
también siento que estoy leyendo una obra de realismo
mágico con los oídos. Y cuando releo Cien años de
soledad, descubro que hay una caja y una guacharaca
escondidas entre las páginas. Que Aureliano Buendía,
cuando conoció el hielo aquella tarde, lo hizo con el
mismo asombro que tienen los juglares al componer
un verso.
Y yo, que crecí entre boleros, pero con la
adolescencia llegó mi gusto por la música vallenata y
la entendí por esa necesidad que te da el amor. Como
deben entenderse todas las cosas verdaderas. Por eso
en mi memoria quedó para siempre grabado, que un
día cada vez más lejano, me enamoré y conquisté
por primera vez a una “Diosa coronada”, cantándole
poemas armonizados por un acordeón en una
madrugada mientras le daba serenata.